La tumba de la bonita prima
Acto II de un cuento erótico de la adolescencia
Habíamos sucumbido esta vez, vamos a saber porqué. Algunas veces así, descendíamos al nivel de las muchachas aceptando jugar con ellas, jugar sus juegos; momentos circunstanciales, situaciones inexplicables; ¿cómo saber por qué? Cuando las muchachas se encontraban en la naturaleza, olvidando sus muñecas o la falda de sus madres, como si se habían concertado para encontrarse allí conjuntos, como una pequeña manada de ciervas sin defensa, espiando nuestros jugueteos sin realmente invertirlos como espectadoras quienes no se faltaba deslumbrar de nuestras baladronadas.
Llegaba de participar en los juegos de las muchachas, pero raramente en grupo; no hablábamos
entre nosotros como si eso podía percibirse como una debilidad de nuestra parte. En los juegos
de las muchachas no éramos más que figurantes, se descubría con un determinado malestar su
propensión a administrar lo inútil.
Es así que ya había desempeñado el papel de un enfermo impotente ante las muchachas del
doctor Letendre. Eran pédantes, esnob, como lo eran los hilos y las muchachas de los
profesionales del pueblo. Formaban una clase aparte, un mundo separado de nuestro mundo
que solo se encontraba a la Iglesia o en acontecimientos fortuitos. Este encuentro había sido
fortuito y accidental; iba a rodar la superficie en tierra del juego de tenis, en intercambio del
permiso de lanzar algunas bolas; este día, me había dejado implicar, por lo más viejo de las
hermanas Letendre, a este juego hasta allí desconocido de mi. Había aceptado, que me creía al
refugio del efecto desastroso sobre mis amigos de juegos, de participar en algunos juegos
pueriles con muchachas, y especialmente con las hermanas Letendre, que se decían a latosos y
pédantes.
Luego, sentí bien los gestos emprendedors de Mireille, la más vieja de las muchachas. Sus dedos ágiles
habían desabrochado la apertura de mis pantalones, era estupefaciente, incómodo y humillado delante de
este impudor, como cuando mi madre se me cuidando o me lavaba. Sin embargo, había temblado y
experimentado un determinado placer, había retirado mis pénis y afectado mis bolas, y me pedía a toser
con una voz determinada; no me explica nunca porqué lo abofeteaba cuando había depositado mi mano
sobre el fino tejido de su vestido, y había manipulando suavemente las papilas de su pecho casi mature. No
comprendía manifiestamente el juego de las muchachas.
Reviso de vez en cuando y especialmente cuando voy al gabinete del médico, los gestos impasibles de las
ninas del doctor Letendre, excavando mi cuerpo, desnudándolo, analizándolo como un objeto barato y
anónimo sin que tenga el menor control; cierro entonces los ojos y me imagino los descubrimientos
asombrosos de mis dedos ágiles de joven hombre imberbe, excavando sus cuerpos, desnudándolas,
analizándolas como objetos pueriles y anónimos sin que ofrecen la menor resistencia.
Subía laboriosamente las paredes oscuras del ataúd que se basaba en el piso inestable del hangar. Jocelyne ya allí, inerte, era tetanizada por el miedo. Cuando había pasado por allí, se sentaba sobre los tableros de madera se creían invisible, yo había tenido dolor que convencerla que la extendiera al interior del ataúd al refugio entre los rellenados de satén blanco. Jocelyne, pequeña prima de apenas mi edad, hasta allí anónimo pequeña muñeca que tenía dolor que seguir el ritmo, los juegos, las fiestas, los vuelven; se tenía siempre a la divergencia, apacigua, invisible pequeña criada que momentaneamente había olvidado su soledad y su muñeca para seguirla en este juego de grupo.
El espacio era limitado, se accurucarse muy al fondo del ataúd, su cuerpo que se perdía en los
rellenados de satén blanco, solo que dejaban aparecer pizcas de este frágil cuerpo de nina
apenas salido de la infancia; su cara impaciente, sus manos extendidas contra sus lados, sus
piernas desnudas bajo su faldita levantado hasta al nacimiento de sus muslos, dejaba aparecer
la forma de una límpida blancura de un delicado calzoncillos adornado de encaje. Tenía el aire
de una pequeña muñeca sin defensa.
Había renunciado volver a cerrar sobre ella la tapa del ataúd, tetanizada que era por el miedo,
ella la había suplicado que se la incorporara en el estrecho ataúd.
Me había deslizado a sus lados con suavidad, intentando mal que bien no aplastarlo bajo mi
peso de joven muchacho casi adolescente, ella tan frágil. No podía hacer diferentemente que
apoyar mi cuerpo en el suyo que lo ocultaba aún más profundamente en los rellenados sedosos
de satén blanco. Luego, había vuelto a cerrar la tapa del ataúd solo que dejaba una fina apertura
que dejaba filtrar una escasa luz.
Mi mejilla se había apoyado contra su mejilla. No era un gesto deliberado. Había envuelto mis
brazos en torno a su cuerpo para pronunciarse más cómoda. La sentía frágil bajo mi cuerpo,
vulnerable como una pequeña presa tomada a la trampa; como estas liebres ágiles
repentinamente que se han convertido en impotentes, las piernas tomadas a los cuellos que
tendíamos en las montes bajas que rodean el pueblo, nos observaban suplicando esperando un
gesto de compasión, debiendo una muerte garantizada.
Marco Polo ou le voyage imaginaire (Contes et légendes érotiques, février 1999) © 1999 Jean-Pierre Lapointe
- "tengo miedo", había dicho.
El silencio era total, solamente el crujido siniestro de algunos tableros venía a perturbar esta
calma inquietante. No se movía. Su pequeño pecho se alzaba regularmente bajo el efecto de
una tensión excesiva; jadeaba me observaban de sus ojos oscuros que buscaban en mi mirada
una señal que aseguraba, como el de un padre protector, de una madre atenta. Era incómodo,
me había basado en ella, tenía la sensación de aplastarla bajo mi peso, éramos cabeza contra
cabeza, podía sentir sobre mi cara la respiración ligera de su aliento. No nos movíamos ya pero
nos observábamos esperando alguna cosa, la irrupción del peón en nuestra señal, de las voces
que a veces se hacían de oír a lejos, que se borraban repentinamente y nos resumían en el
silencio de los lugares y el malestar de nuestro siniestro escondrijo.
Mi boca se había apoyado a su mejilla, delicadamente para nada seguramente, o para calmarla;
un gesto de ternura, inusual, una manera de calmar su ansiedad o bajo el efecto de una
excesiva promiscuidad, no podría explicarlo, la había abarcado tímidamente. Se había dejado
hacer, estaba bajo el efecto del miedo, se había dejado abarcar quizá por error, no sabiendo
explicar este gesto, ella se había dejado abarcar sobre la mejilla sin tropezar; luego mis labios
habían paseado de manera torpe sobre su cara, sobre sus párpados, la longitud de su nariz
luego se habían detenido sobre sus labios entreabiertos.
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