La tumba de la bonita prima
Acto II de un cuento erótico de la adolescencia


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Habíamos sucumbido esta vez, vamos a saber porqué. Algunas veces así, descendíamos al nivel de las muchachas aceptando jugar con ellas, jugar sus juegos; momentos circunstanciales, situaciones inexplicables; ¿cómo saber por qué? Cuando las muchachas se encontraban en la naturaleza, olvidando sus muñecas o la falda de sus madres, como si se habían concertado para encontrarse allí conjuntos, como una pequeña manada de ciervas sin defensa, espiando nuestros jugueteos sin realmente invertirlos como espectadoras quienes no se faltaba deslumbrar de nuestras baladronadas.

Llegaba de participar en los juegos de las muchachas, pero raramente en grupo; no hablábamos entre nosotros como si eso podía percibirse como una debilidad de nuestra parte. En los juegos de las muchachas no éramos más que figurantes, se descubría con un determinado malestar su propensión a administrar lo inútil.

Es así que ya había desempeñado el papel de un enfermo impotente ante las muchachas del doctor Letendre. Eran pédantes, esnob, como lo eran los hilos y las muchachas de los profesionales del pueblo. Formaban una clase aparte, un mundo separado de nuestro mundo que solo se encontraba a la Iglesia o en acontecimientos fortuitos. Este encuentro había sido fortuito y accidental; iba a rodar la superficie en tierra del juego de tenis, en intercambio del permiso de lanzar algunas bolas; este día, me había dejado implicar, por lo más viejo de las hermanas Letendre, a este juego hasta allí desconocido de mi. Había aceptado, que me creía al refugio del efecto desastroso sobre mis amigos de juegos, de participar en algunos juegos pueriles con muchachas, y especialmente con las hermanas Letendre, que se decían a latosos y pédantes.

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Eran doctor, enfermera o ambulanciera; remedaban así sobre la impotente víctima que era, los gestos médicos que habían entrevido socarronamente por la apertura de la cerradura, u ocultadas detrás del gran arcón del cabinete de consultorio de su padre.

Me acuerdo, Nicole, más joven de las dos, investigación mi lengua con un palillo de popsicle, escuchado las pulsaciones de mi corazón por mi camisa entreabierta, su mejilla apoyada a mi pecho desnudo, realizaba esta tal tarea una profesional; tactos que tenían un efecto provocativo sobre mi libido naciente; mi pénis se inflaba bajo mi calzón, y había descartado mi mano con vigor cuando había querido acariciar su pelambrera rubia, me que se confundía con ultrajoso, sobre el sentido de sus gestos.

Luego, sentí bien los gestos emprendedors de Mireille, la más vieja de las muchachas. Sus dedos ágiles habían desabrochado la apertura de mis pantalones, era estupefaciente, incómodo y humillado delante de este impudor, como cuando mi madre se me cuidando o me lavaba. Sin embargo, había temblado y experimentado un determinado placer, había retirado mis pénis y afectado mis bolas, y me pedía a toser con una voz determinada; no me explica nunca porqué lo abofeteaba cuando había depositado mi mano sobre el fino tejido de su vestido, y había manipulando suavemente las papilas de su pecho casi mature. No comprendía manifiestamente el juego de las muchachas.

Reviso de vez en cuando y especialmente cuando voy al gabinete del médico, los gestos impasibles de las ninas del doctor Letendre, excavando mi cuerpo, desnudándolo, analizándolo como un objeto barato y anónimo sin que tenga el menor control; cierro entonces los ojos y me imagino los descubrimientos asombrosos de mis dedos ágiles de joven hombre imberbe, excavando sus cuerpos, desnudándolas, analizándolas como objetos pueriles y anónimos sin que ofrecen la menor resistencia.

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- "Listo o no listo me voy", oía perfectamente la voz frágil de Denise por las aperturas entre los tableros del hangar el cual contenía los objetos heteróclitos del almacén general de mi tío René.

Subía laboriosamente las paredes oscuras del ataúd que se basaba en el piso inestable del hangar. Jocelyne ya allí, inerte, era tetanizada por el miedo. Cuando había pasado por allí, se sentaba sobre los tableros de madera se creían invisible, yo había tenido dolor que convencerla que la extendiera al interior del ataúd al refugio entre los rellenados de satén blanco. Jocelyne, pequeña prima de apenas mi edad, hasta allí anónimo pequeña muñeca que tenía dolor que seguir el ritmo, los juegos, las fiestas, los vuelven; se tenía siempre a la divergencia, apacigua, invisible pequeña criada que momentaneamente había olvidado su soledad y su muñeca para seguirla en este juego de grupo.

El espacio era limitado, se accurucarse muy al fondo del ataúd, su cuerpo que se perdía en los rellenados de satén blanco, solo que dejaban aparecer pizcas de este frágil cuerpo de nina apenas salido de la infancia; su cara impaciente, sus manos extendidas contra sus lados, sus piernas desnudas bajo su faldita levantado hasta al nacimiento de sus muslos, dejaba aparecer la forma de una límpida blancura de un delicado calzoncillos adornado de encaje. Tenía el aire de una pequeña muñeca sin defensa.

- "tengo miedo", había dicho.

Había renunciado volver a cerrar sobre ella la tapa del ataúd, tetanizada que era por el miedo, ella la había suplicado que se la incorporara en el estrecho ataúd.

Me había deslizado a sus lados con suavidad, intentando mal que bien no aplastarlo bajo mi peso de joven muchacho casi adolescente, ella tan frágil. No podía hacer diferentemente que apoyar mi cuerpo en el suyo que lo ocultaba aún más profundamente en los rellenados sedosos de satén blanco. Luego, había vuelto a cerrar la tapa del ataúd solo que dejaba una fina apertura que dejaba filtrar una escasa luz.

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El silencio era total, solamente el crujido siniestro de algunos tableros venía a perturbar esta calma inquietante. No se movía. Su pequeño pecho se alzaba regularmente bajo el efecto de una tensión excesiva; jadeaba me observaban de sus ojos oscuros que buscaban en mi mirada una señal que aseguraba, como el de un padre protector, de una madre atenta. Era incómodo, me había basado en ella, tenía la sensación de aplastarla bajo mi peso, éramos cabeza contra cabeza, podía sentir sobre mi cara la respiración ligera de su aliento. No nos movíamos ya pero nos observábamos esperando alguna cosa, la irrupción del peón en nuestra señal, de las voces que a veces se hacían de oír a lejos, que se borraban repentinamente y nos resumían en el silencio de los lugares y el malestar de nuestro siniestro escondrijo.

Mi mejilla se había apoyado contra su mejilla. No era un gesto deliberado. Había envuelto mis brazos en torno a su cuerpo para pronunciarse más cómoda. La sentía frágil bajo mi cuerpo, vulnerable como una pequeña presa tomada a la trampa; como estas liebres ágiles repentinamente que se han convertido en impotentes, las piernas tomadas a los cuellos que tendíamos en las montes bajas que rodean el pueblo, nos observaban suplicando esperando un gesto de compasión, debiendo una muerte garantizada.

Mi boca se había apoyado a su mejilla, delicadamente para nada seguramente, o para calmarla; un gesto de ternura, inusual, una manera de calmar su ansiedad o bajo el efecto de una excesiva promiscuidad, no podría explicarlo, la había abarcado tímidamente. Se había dejado hacer, estaba bajo el efecto del miedo, se había dejado abarcar quizá por error, no sabiendo explicar este gesto, ella se había dejado abarcar sobre la mejilla sin tropezar; luego mis labios habían paseado de manera torpe sobre su cara, sobre sus párpados, la longitud de su nariz luego se habían detenido sobre sus labios entreabiertos.

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Marco Polo ou le voyage imaginaire (Contes et légendes érotiques, février 1999) © 1999 Jean-Pierre Lapointe
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ACTO III