Era la primera vez. No había experimentado nunca eso antes, no sabía que eso podía
producirse entre muchachos y muchachas, una especie de tumulto en mi cuerpo. Porqué
mientras que despreciaba a mis hermanas, las amigas de mis hermanas; algo que se
diferenciaba de la admiración hacia mi maestra de escuela, el afecto que podía experimentar
para mi madre o la atracción particular para la Virgen María o lo que representaba detrás la
estatua de yeso multicolor, que adornaba la sacristía de la iglesia; ella que no me dejaba de su
mirada tender todo el tiempo que era allí, ayudando al Sr. el vicario a hinchar sus prendas de
vestir eucharisticos. Me sentía bien así, mi cuerpo ampliamente extendido sobre el cuerpo
inofensivo de mi prima, pero de una diferente manera. Experimentaba una clase de tumulto
inexplicable en mi cuerpo de joven hombre en seco salido de la infancia.
Había destacado el brazo, mi mano se había basado en el fino tejido que cubría su abdomen.
Paseaba suavemente mi mano, aplicando una baja presión en un lento movimiento rotativo
desplazando así el fino tejido que velaba apenas su abdomen. Sus labios se habían movido,
había abierto la boca. Había retirado el fino tejido que velaba su abdomen y podía ahora sentir
el escalofrío de sus carnes calientes al final de mis dedos vacilantes. Había deslizado mi lengua
en su boca entreabierta, había estremecidose de sorpresa. Mi mano viajaba ahora libremente
sobre su vientre desnudado, descubría allí, tesoros ocultados detrás de los finos tejidos que
velaban las partes secretas de su cuerpo; dos minúsculas montículos de carne firme surtidos de
excrecencias que se agitaban bajo mis dedos como resortes bajo tensión, grietas profundas por
ci por allí, un extraño pequeño cráter en el epicentro de su vientre, un volcán al encuentro de
sus muslos que dejaba escaparse de calores vapores. Había mordiscado ligeramente mi lengua,
se agitaba bajo mis dedos y gemía penosamente. Había tomado su mano. La guiaba así que la
hacía acariciar su propio cuerpo de la palma de su mano. Parecía ella también descubrir con
felicidad los secretos extraños que se ocultaban detrás los finos tejidos que velaban las partes
vírgenes de su cuerpo. Luego había guiado su mano más allá de su proprio cuerpo, había
guiado su mano sobre mi cuerpo, hasta mi cara. Había mordido mi lengua con un vigor
insospechado. Luego mi mano había implicado su mano hacia abajo, rozando al paso mis
carnes retirándolos nerviosamente de los vestidos que los cubría.
Había guiado su pequeña mano aprensiva hasta bajo mis pantalones, arriesgada aventura al
descubrimiento de los misteriosos impulsos que habían inflado mi pénis excesivamente. Había
apoyado su pequeña mano en mi pénis encargado de sangre, impulsos súbitos habían hecho
temblar todo su cuerpo, gemía, trituraban mi lengua, se tachonaban mi y sus dedos se habían
estrechado sobre mi pénis en fusión. No sabía ya quien hacer, había retirado lentamente mi
mano para dejarla extraviarse socarronamente bajo su pequeño calzón. Trituraba mi pénis, lo
forzaba, lo torcía; dirigía de manera torpe mis bolas, no sabiendo que hacer para apaciguar este
súbito impulso que encendía todo su cuerpo, su cuerpo de pequeño animal atrapado y que
parecía explotar con ansiedad las últimas energías de larga y dolorosa agonía.
Luego había encontrado repentinamente la manera, el método de empleo; sus dedos se habían
vuelto a cerrar sobre mi pénis, lo rodeaban, lo apretaban mucho y lo dirigían en un movimiento
lanzado bruscamente de arriba abajo, retirando así las carnes frágiles infladas de sangre del
sobre móvil que lo cubría. Se agitaba, se torcía bajo el efecto de la ansiedad, de las denuncias
salían de su garganta, me mordía, glotoña tragaba mi lengua, no dejaba de activar mi pénis de
este movimiento lanzado bruscamente de arriba abajo, impaciente, febril, impaciente como si
buscaba los secretos ocultados detrás de este calor apéndice; frágil pequeña cierva, inocente
nina, frágil muñeca lanzada en una búsqueda sublime, una búsqueda aventurera y que
descubría toda la energía sexual dormida en sus Genovas. Mi pénis había estallado
repentinamente, mi esperma caliente se escapaba de su sobre carnal; su mano caliente y
nerviosa no dejaba de activarlo como para sacar toda la materia vital. Nos dos cuerpos
imbricados se activaban en una ansiedad extraña durante todo el tiempo de la transferencia de
mi esperma del estrecho huso de mi pénis en fusión hacia su pequeña mano caliente y cariñosa.
El silencio había reinstalado repentinamente el refugio, no oíamos ya nada, que la pulsación
acelerada de nuestros dos corazones. Había dejado de moverse, su cuerpo se había aliviado, mi
cuerpo se había aflojado, yo había dejarme caer sobre ella, había extenuado pero satisfecho.
Habíamos permanecido así un largo momento, dudosos de esto que había pasado, obstruidos
quizá o simplemente supido por el esfuerzo.
Al exterior, era casi el silencio, se entendía el susurro ligero del viento a través de los tableros
agujereados del hangar. Gritos venían a perturbar momentaneamente nuestro pacífico
descanso, luego esto eran el silencio de nuevo. Me había estado incluido suavemente en el
cuerpo inerte de mi pequeña prima. Había levantado la tapa del ataúd que hay penetrar una luz
blanquecino que venía del extenso hangar. Alrededor, sombras se agitaban como inquietantes
fantasmas; objetos inertes, herramientas centellando, instrumentos amenazando colgados al
techo, cojos inmóviles sobre el piso, materiales heteróclitos colgados a las paredes, y estos
otros ataúdes inertes e inquietantes que reflejaban de manera siniestra bajo el efecto de
contraluz. Me había señalado. Iba a salir, descubrirme, alcanzar la casa sin ser visto por el
peón. Iba a dejar a mi prima, aún aturdida por este momento de disfrute y que había dejado una
duda en mi espíritu, en mi cerebro de pequeño muchacho aún ignorante de las cosas de la vida.
Había alcanzado la casa antes del peón; se me salvaba como otros primos, hermanas, vecinos
sobreexcitados y que esperaban en un guirigay indescriptible el desenlace del juego. Después
de un largo momento de febrilidad, todos eran ahora allí esperando con impaciencia a otra
sesión con esta vez como peón, mi primo Robert que se había dejado manifiestamente
desalojar por Denise nuestra bonita vecina.
Jocelyne no había vuelto de nuevo. Ya se preocupaba, se gritaba su nombre para hacerla salir
de su guarida. Los describí el lugar donde se encontraba; el inexpugnable escondrijo en los
rellenados de satén blanco del ataúd, que domina en la parte posterior del segundo piso del
hangar adosado al almacén general de mi tío René.
Después de un determinado tiempo de espera, oí gritos, llantos, voices, interpelaciones
encargadas de pavor viniendo de las muchachas que se habían vuelto allí donde debía
ocultarse Jocelyne.
Era allí inerte, las manos cruzadas bajo su busto, sus pequeños senos sacaban con ofensa, por
la apertura abierta de su blusa descolgada; la falda observada hasta al cinturón, exponía así su
vientre, su ombligo, y una larga cicatriz al lugar de su apéndice; sus piernas ligeramente se
descartaban y se basaban en las paredes glosadas del ataúd que dejaba ver su calzoncillos
maculado de un misterioso líquido blancuzco. Sonréía, parecía gozar, extraviada en una clase
de éxtasis indefinible, pero no se movería ya, se había muerto.
Marco Polo ou le voyage imaginaire (Contes et légendes érotiques, février 1999) © 1999 Jean-Pierre Lapointe
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