Habíamos dejado a Gazni desde hace más de una hora, la carretera conduciendo en Kabul era nevada y un
autobús había hecho un bandazo delante de nuestro "camping car". Se había dado la vuelta en la zanja,
sus inquilinos entorpecidos lo rodeaban sin saber demasiado que hacer. Nos habíamos detenido como la
mayoría de los otros vehículos, a la idea de romper la monotonía del trayecto. Éramos de poca utilidad
pero habíamos participado en los esfuerzos para estabilizar el autobús, y reanudábamos la carretera hacia
Kabul. La noche se acercaba y sabíamos que era entonces imprudente de circular. Este paro tenía algún poco,
perturbado nuestro programa.
La noche se instaló, más rápidamente que previsto. La prudencia nos impedía que fuera más rápidamente
y debíamos seguir hasta Kabul sobre esta carretera arriesgada y llena de presas de policía sin ninguna
indicación, como verdaderas trampas. Y fue la avería. Esta avería que nos atormentaba y que ocurría como siempre, en los más malos momentos. Se nos inmovilizaba, esperando de la ayuda que no vendría quizá
antes de la mañana, delante de protegerse del frío, de los bandidos y de nuestras angustias.
Después de algunas horas de espera, arroparado en nuestros "capas afganos" comprados al bazar de Gazny, se nos
renunciaba a dormir al lado de la carretera, un vehículo nos se inmovilizó detrás de nosotros. Deseábamos que se
tratara de visitantes amistosos esto de los cuales no éramos amargos. Éramos cuatro, mí y mi compañera y
dos pasajeros ingleses que habíamos tenido la prudencia de recoger entre la frontera paquistaní y
la ciudad de Kandahar, de clase que nos sentíamos menos sola.
Algunos hombres se acercaron. Se les armaba, largos fusiles artesanales suspendidos a sus hombros. Un
inquietante chaleco de cuero acorazado de municiones y babioles retenían tanto mal que bien, sus largas
camisas de algodón blanco que colgaban sobre pijamas ahuecados. Sobre la cabeza, llevan un turbante
envuelto en torno a la cabeza en formas distintivas para cada uno de los hombres. Ninguna señal aparente
permitía hacérnos los percibir como representantes oficiales. Tuve miedo. Otros aún no habían realizado
su presencia.
Abrí mi ventana que ligeramente y solamente para obedecer a amenazas aparentes por parte de el que
parecía ser el jefe del grupo. Nos pidió a parar.
Los hombres registraban el vehículo hubo todo lo que era posible tomar. Combinamos protestar pero, con
poca firmeza realizando que podíamos ser libres perdiendo algunas conservas, de las prendas de vestir, de
las cámaras fotográficas y otros bienes cuanto más o menos preciosos.
¡En mi cabeza, todas las leyendas sobre Afganistán que habíamos recogido aquí y allí, volvían de nuevo
atormentarme, obsesionales! Se decía que la noche, el territorio estaba bajo el control de los
moudjahiddins. Cerca de Kandahar, a proximidad del aeropuerto internacional o habíamos encontrado un
lugar al parecer tranquilizador para pasar la noche, un ciudadano bien intencionado nos había aconsejado
mucho, ir a instalarnos en la ciudad donde, decía, nosotros estarían al refugio de los bandidos. Durante la
noche, el territorio Afgano no está ya bajo al control de las autoridades legítimas. Pero lo era el día
también, teníamos por primera vez de esta expedición alrededor del mundo, la impresión de ser al fin
del mundo.
Habia ante mi, cuatro montañeses bien armados al aire peleón, orgulloso y bueno determinados, que
podían ser moudjahiddins, aunque no conocía las señales distintivas. Tenía un determinado temor, pero al
mismo tiempo, me parecían más tranquilizando que los funcionarios y soldados que guardaban la frontera
de este mismo país y que, para recuperar nuestros papeles oficiales, los habían robado sin vergüenza.
Se nos hizo subir detrás del camión cojo que les servía de transporte. Bajo una vigilancia rigurosa,
reanudábamos la carretera después de que nos vendaron los ojos. El vehículo pareció retrasar, después de
varios kilómetros, sobre la carretera derecha y bien pavimentada que conducía en Kabul, regalo
envenenado de los Soviéticos a sus vecinos afganos.
Pareció transferir sobre su izquierda y utilizar una carretera llena de baches, que seguimos durante bien mas que
dos horas. El curso parecía difícil. Cruzábamos desniveles rocosos que hacían vibrar el motor.
Algunas veces, pensábamos invertir y ciegos, teníamos dolor que guardar nuestro equilibrio, no podíamos
prever los cabeceos del camión de modo que sigamos siendo acostados en el fondo de la cojeemos.
Luego el vehículo se inmovilizó y se nos lo hizo descender. Con una profusión de orden inintelligibles, de
gritos, de ruidos extraños, se nos condujo e hizo entrar en esto que parecía ser un edificio. Se nos ligaron
los pies y las manos y se retiraron nuestras vendas.
La parte era grande y proveída de pocas aperturas de ahí filtraba la escasa luz de la luna. Las paredes eran
un montaje de ladrillos de troncos de árboles y tierra secada, los techos de chapa eran soportados por pilas
hechas de árboles no ajustados.
Se nos ligaba a pilares en el centro de la parte a escasa distancia uno del otro. Los soldados salieron en un
jaleo de voces y risas, lo dejándonos detrás de ellos, con un encargado armado que permanecía allí,
sentadas delante nosotros, humeante y preparándose a pasar el resto de la noche.
Estábamos impacientes y este ansiedad nos hacía conversar entre nosotros de esto que podía esperarlo. Cada había de sus previsiones que tranquilizaban más o menos. En un momento, interrogué al encargado para
intentar mantener una conversación que habría podido darnos una pista de esperanza sobre lo que nos
esperaba. Dolor perdido. Solo incluía ninguna de las lenguas nosotros hablaba o cuyas palabras
conocíamos algunas. No dijo nada y sus gestos eran inequívocos sobre su intención de dormitar
tranquilamente.
Estábamos allí desde una hora ya, soldados entraron y volvieron a salir con uno de los ingleses. Nuestro
encargado fué sustituyó para otro encargado más joven y a la cara menos hostil. Me preocupaba para el
inglés y la razón de su puesta a la divergencia del grupo. El nuevo encargado era joven, muy joven y
bonito, él me pareció que era posible hacerse un amigo. ¿Se cree así, estar el objeto de más compasión porque
el verdugo es bonito, que habla un poco su lengua o que esta una mujer, donde no es más que una engañosa
ilusión?
Se entendió repentinamente a crepitar, armas de fuego. El encargado se movió apenas. Tengo deduzco que
no se trataba de un ataque venido por otra parte, y el ruido de un objeto masivo que cae sobre el suelo, me
hizo repentinamente realizar lo que acababa de pasar. El pánico nos ganó.
Más tarde, fue a la vuelta del segundo inglés que se llevó de la misma manera que su camarada.
Comprendíamos que habremos a morir sucesivamente. ¿Por qué razón, nos era posible de saberlo?
Asesinados en este país que era un reino, cuyos hábitos solo conocíamos poco los usos y costumbres,
realizábamos repentinamente la exactitud de nuestros prejuicios, y fabulaciones cuyos se las había
alimentado. Estas tierras que habían presionado Alexandre Le Grand, Marco Polo, estaban pues aún bajo
el reino de la crueldad en esta mitad avanzada del vigésimo siglo.
Intentaba con gestos, miradas, palabras, llamar la atención de nuestro joven encargado, una explicación,
una mirada de apaciguamiento, una señal. Nada. Recibía a cambio, onomatopeyas poco convincentes, una
cara que se endurecía ligeramente, una determinada impaciencia. Persistía, no podía elegir, sintiendo que
esta indiferencia podía ser artificial.
Marco Polo ou le voyage imaginaire (Contes et légendes, septembre 1996) © 1999 Jean-Pierre Lapointe
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